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En nuestra sociedad el sexo es un tema común en las letras de las canciones, tiende a monopolizar también las pantallas y suele ser recurrente en las conversaciones entre amigos a partir de determinada edad. Se habla tanto de sexo y al mismo tiempo tan poco… Se habla de él con espontaneidad pero no de un modo natural, maduro (ni madurado). Existen tantos mitos, tantas visiones distorsionadas de él…

Da la sensación de que se ha impuesto un solo tipo de sexo, una única forma de concebirlo. Esa creación artificial de algo que en su propia definición lleva acuñado el concepto de libertad, hace mucho más daño del que creemos. Sobre todo a aquellas personas que somos diferentes, a las que por nuestra forma de ser y nuestros propios cuerpos no encajamos al completo en esos moldes.

El haberme enfrentado a la adolescencia como mujer Rokitansky y el haberme iniciado en el mundo del sexo teniendo una vagina más corta de lo normal fueron dos factores que sin duda me hicieron reflexionar sobre todos estos aspectos. Con el tiempo he ido forjando una visión propia de la sexualidad, cada vez más alejada de los productos que nos intentan vender y que, sin saberlo, nos hacen perdernos una parte maravillosa de lo que en realidad debería significar el sexo en nuestras vidas.

Cuando fui diagnosticada con el Síndrome de Rokitansky no concebía como una posibilidad el hecho de llegar a tener ningún tipo de contacto físico con personas de sexo masculino más allá de tener una relación estrictatemente de amistad o de compañerismo en el ámbito de los estudios. A los 15 años los chicos no se caracterizan especialmente por su madurez y si ese no era su fuerte, ¿cómo iba a exponerme?, ¿cómo iba a desvelar mi secreto a un chico que tal vez fuese a reaccionar mal y crear en mí todavía un complejo mayor que al que ya me enfrentaba?

«No puedes tener relaciones sexuales», una frase que me martirizó durante mucho tiempo y que me repetía una y otra vez cuando un chico se cruzaba por mi lado. Me lo acabé creyendo… Hasta que el amor llamó a mis puertas y entonces me armé de valor para contar mi historia a ese primer chico con el que sí me sentía algo más preparada para dar el primer paso. Me refugiaba en el área de comfort creada por el hecho de que fuese mi pareja y por lo tanto hubiese un grado mayor de confianza que con cualquier otro chico con el que simplemente me quisiese acostar. Por aquel entonces, esto último, no era ni una posibilidad que se me pasase por la cabeza… Ni me lo habría llegado a plantear… Sexo y amor iban de la mano. Sexo porque sí [por amor al sexo], inconcebible.

Pero, ¿por qué una mujer se va a privar de disfrutar de su cuerpo si no tiene pareja? ¿Por qué una mujer ha de encerrarse en su propia cárcel de represión sexual? Y entonces esa frase que tanto daño me había hecho volvía a emerger de entre las sombras… «No puedes tener relaciones sexuales»… No me veía capaz de contarle la existencia del Síndrome de Rokitansky a ningún otro chico por muchas ganas que tuviese de llegar a compartir algo físico con él. ¿Qué pasaba si me rechazaba? ¿Merecía la pena arriesgarme? Tenía miedo a las consecuencias que su reacción pudiese llegar a tener después del largo trayecto que ya había tenido que recorrer… No quería que ningún tío tuviese el efecto de una patada capaz de lanzarme por el aire y devolverme a mi estado anímico deplorable de los 15 años. Pero, ¿acaso esconderme era mucho mejor? La que no arriesga, no gana, desde luego…

Así que di el segundo paso, me deshice de la idea de disfrutar de mi cuerpo solo en una relación estable y por primera vez, conté mi secreto a alguien con quien sabía que no pasearía de la mano por la calle ni vería películas con una mantita y una taza de té humeante un sábado por la noche. En definitiva, actué como habría hecho cualquier otra mujer: con libertad, fiel a mí misma. Lo más sorprendente es que todos aquellos miedos no eran más que eso, miedos, algo irreal producto de mis propias inseguridades (muy ligadas a ese sexo social que se nos vende).

Durante mucho tiempo solo me aceptaba si en ese momento de mi vida tenía pareja. Necesitaba el visto bueno de un hombre para quererme, para verme con buenos ojos a mí misma. Pero conforme iban apareciendo nuevos chicos, nuevas aventuras sin jurarnos amor eterno, me di cuenta de que eso había cambiado. No me aceptaba porque ellos me aceptasen, me aceptaba a mí misma para que fuesen ellos los que luego me aceptasen.

Aprendí a sentirme orgullosa de mi cuerpo pese a sus taras y esa naturalidad con la que acabé viendo mi vagina pequeña se extrapolaba a los chicos con los que estaba, que respondían con la misma naturalidad. Al fin y al cabo de eso se trata en el sexo, un acto de reproicidad, de adaptarse al otro. Dos cuerpos que se amoldan mutuamente sin seguir ningún manual de instrucciones preestablecido. A esos chicos no les importó que tuviese una vagina pequeña, no les importó saber que no era como las otras con las que habían estado, porque en ese momento no había otras, no había reglas con las que medir la profundidad de mi vagina, solo existían nuestros dos cuerpos.

Esa es la verdadera magia del sexo, que existan tantas variables de sexo como combinaciones de personas existen en el Universo. Porque aunque hubiese llegado a nacer con una vagina de 12 cm, por mucho que pudiese haber sido «normal anatómicamente» desde mi primera vez, mi visión del sexo, mi forma de experimentarlo, seguiría cambiando con cada chico con el que decidiese compartir un nuevo momento.

«Si no tienes vagina entonces no te la ha metido», «entonces no has tenido sexo normal», «entonces no habéis follado», «entonces eres virgen»… Frases que he oído una y otra vez. En su momento me hacían verdadero daño, me hacían sentirme menos mujer, incompleta. Hasta que me deshice de mis propias cadenas y de la venda que me tapaba la boca y me impedía atreverme a hablar, plantarles cara.

Veamos, ¿qué es eso de «sexo normal»? Como ya he dicho, no existe un único sexo y es una idea que tenemos que tirar abajo desde ya, aporrearla con mazos y martillos hasta hacerla añicos que se vayan con el viento. Lo que para mí puede ser «normal» quizás para ni vecino no lo sea. Somos seres diferentes que vivimos el sexo de manera diferente, hay que desmontar de una vez por todas el mito de que sin penetración no hay relación sexual. ¡Es mentira!

No todo es meterla en caliente ni que te la metan, el sexo va mucho más allá. Una mujer y un hombre pueden disfrutar igual aunque no llegue a haber coito en una relación sexual. Así que fuera esa sinonimia «sexo normal = prenetración = follar». Folla (y hace el amor) la pareja que tiene sexo anal, oral, vaginal, tántrico, sado… Si una mujer no es capaz de tener un orgasmo con penetración vaginal -¡que las hay!, ¡y muchas!-, ¿entonces no tiene derecho a tener sexo oral si su pareja se lo quiere dar, por ejemplo? Y sí, ha follado igual, ha acabado igual, sin ningún pene en su vagina de por medio (ni dentro).

Como mujer Rokitansky que fui, soy y seguiré siendo -nunca renegaré de mi identidad de orquídea por haber aumentado la profundidad de mi vagina- supongo que tendréis curiosidad por conocer más de cerca mi vida sexual previa a la operación [de la post-operación todavía no puedo hablar]. Quien quiera abstenerse de leerlo que no lo lea, pero a mí no me da vergüenza alguna responder a preguntas que puedan estar rondando vuestras cabezas [a eso me refiero cuando digo que se habla mucho de sexo y al mismo tiempo tan poco. Hay gente que se escandaliza cuando otros hablan abiertamente de su vida en la cama (ojo, que respeto a aquellos que no quieren compartirla, es su intimidad)]. Pues bien, no tendría una vagina profundísima pero tenía una vagina a la que sacar partido y aun si hubiese nacido con una vagina de milímetros, como algunas chicas a las que he conocido, hay otras partes del cuerpo que pueden ser estimuladas a veces con mucha más efectividad que un pene en una vagina. Hubo chicos con los que solo tuve sexo oral y otros con los que hubo penetración – no plena, pero hubo- tanto acabando como sin acabar (¡a veces los dos al mismo tiempo!). En definitiva, disfruté, me atreví a disfrutar y a hacer disfrutar).

De la virginidad también me gustaría hablar, porque es otro de esos conceptos sobre los que he reflexionado mucho gracias a los comentarios que he ido oyendo todo este tiempo. Para empezar es una idea que no me acaba de agradar, esa obsesión por la «V» de virginidad, que no es más que otro ejemplo del control sexual que se quiere hacer sobre la mujer. Porque sí, se endulza un poco en las películas con esa supuesta magia de «la primera vez» pero la virginidad es lo que es… Una mujer queda «marcada», pues pierde el himen al tener su primera relación sexual (si nació  con él o si no se le rompió en la infancia), pero en el caso de un hombre… ¿Cómo saber si ya ha tenido sexo alguna vez? Por lo tanto… ¡es absurdo!

En la primera vez no se pierde nada, ¡se gana! Se gana una nueva experiencia vital, que no hay por qué compartir con ningún príncipe azul ni con ningún futuro amor hasta que la muerte los separe. Evidentemente la clave es sentirse a gusto, segura y cómoda, pero eso debería ser así en la primera, en la segunda y en la novena. Hacerlo con alguien con quien sepas que quieres hacerlo.

Por último, me gustaría decir que entiendo que haya mujeres como yo que no se atrevan ni a tener pareja estable ni a acostarse con ningún chico con el que saben que no van a salir, pero de lo que sí quiero que se den cuenta es de que como mujeres que son y, sobre todo, como personas, tienen el mismo derecho que cualquiera a disfrutar. Entiendo que sea complicado, pero juntos, gente Rokitansky y gente no-Rokitansky, deberíamos cambiar las cosas para que hablar de sexo y sobre todo vivirlo -de la manera que queramos y con los cuerpos que tengamos- sea más fácil para todos.

Hablo desde mi propia experiencia: los miedos, hay que agarrarlos con todas nuestras fuerzas, lanzarlos contra el muro y golpearlos contra la piedra las veces que haga falta, porque son más débiles de lo que pensamos. Puede que su sombra resulte descomunal y nos aterre el contorno gigante de su cuerpo, pero si nos paramos a mirarlos de cerca, nos daremos cuenta de que son mucho más pequeños que a simple vista.

Así que me tomo la licencia de cambiar esa frase que durante demasiado tiempo me hizo daño y me anuló: «No puedes tener relaciones sexuales» [si no te atreves].

Querría añadir algo más… Antes veía la operación como el santo y seña para aceptarme plenamente, sin embargo, al ver que el tiempo pasaba y la operación no llegaba, me di cuenta de que tenía que cambiar mi percepción de mí misma y hacer yo de anestesia y bisturí. La libertad no estaba en el quirófano, ni en el despertar tras la operación… La libertad estaba en mi interior y de mí dependía atraverme a sacarla bien afuera. Esa sensación, ojalá pudiese compartirla con todos y cada uno de vosotros. Seguridad, amor hacia mi persona y libertad, verdadero empoderamiento. Y sobre todo, orgullo, de haber nacido, de poder pisar el suelo que cubre el mundo en el que veo, respiro, huelo, oigo y siento.

Mi vida no cambió el día en el que me operé en Barcelona, tampoco el día en el que me dijeron que era una orquídea; cambió cuando realmente me atreví a vivirla. En Barcelona solo firmé los papeles de la libertad, lo hice formal; pero la burocracia no fue la que me regaló esa libertad que yo misma me encargué de bordar y en la que seguiré trabajando el tiempo que haga falta.

Siguiendo el ejemplo de mi querido Federico García Lorca, «en la bandera de la Libertad bordé el amor más grande de mi vida».