VII. El chico vegetariano ecologista

“I had a dream
Strange it may seem
It was my perfect day[1]

Never Grow Old, The Cramberries


Sí, yo tuve un amor americano, aunque no cometí la locura de escapar a Las Vegas y dar el “sí, quiero” en una capilla con el Rey del Rock por pastor. Tampoco fue mi pareja de baile de fin de curso –aunque sí me sacó a bailar-, ni llegamos a sentir el roce de nuestros labios al sellar un beso que nunca se materializaría.

Se llamaba Amory y nos conocimos en una clase de baile de salón a finales del mes de agosto, a los pocos días de haber llegado a Charlottesville y poco antes del comienzo del curso académico. Al parecer había ido a clase de escritura creativa con mi hermana de acogida y le había propuesto lo de las clases de baile. La primera era gratis y como Jennifer pensó que quizás yo también podría pasarlo bien, me invitó a ir con ella.

Y allí estaba él, alto, guapo –o eso me pareció a mí-, ojos azules llenos de una vitalidad cautivadora y una sonrisa preciosa. Bailamos juntos, yo temblando como un flan, intentando evitar mirarle a los ojos y pasando la mayor parte del tiempo con la cabeza agachada, atenta a mis pies para no pisarlo en un descuido. También bailé con el profesor, un británico bastante peculiar y con un sentido del humor que más que británico yo calificaría de un verdor bastante propio y a las vez rozando lo desagradable.

Amory y yo acabamos hablando ese día, pues se quedó fascinado al saber que era española y por supuesto, no dudó en hacer preguntas y en sugerir que le echase una mano con los deberes de la clase de español  que tan poco le apasionaba en gran parte por la profesora. Nunca me ha gustado ser el cenro de atención, pero pese a que todas las miradas de la gente del grupo estaban puestas en mí, la chica extranjera, yo solo tenía ojos para él. ¿Amor a primera vista? No sé si se le puede llamar amor, pero sí atracción, verdadera atracción.

Coincidiríamos en los pasillos del instituto y alguna que otra vez le ayudé con los verbos irregulares en la biblioteca. También estuvimos juntos –y con Jen- en la pep rally de la temporada de invierno, él, como no, en el stand de los demócratas con pancarta en la mano. Además de ser un gran activista del ecologismo estaba ya por aquel etonces muy implicado en cuestiones políticas y mostraba verdadero interés por aspectos como la Unión Europea o la Zona Euro. Fuimos también a patinar sobre hielo al centro de la ciudad, en el Downtown Mall, con otros chicos y chicas del instituto (y Jen, evidentemente). Ninguna de las dos nos habíamos embutido en unos patines con cuchilla hasta ese día y pese a que yo sí había ido a clases de patinaje artístico durante casi seis años, el hielo me daba miedo. ¡Pero qué experiencia!

Otro día inolvidable fue el que pasamos en su casa haciendo pastas de Navidad en forma de estrellas, renos o trineos decorados con todo tipo de glaseados y azúcar de colores. Amory nos había invitado para que Jennifer decorase por primera vez un árbol con bolas y guirnaldas, ya que en casa de los Leider se celebra el Chanukah judío. Fue una tarde muy amena y agradable, aunque por momentos sentí que Jennifer se quedaba en un segundo plano cada vez que Amory hacía una de sus preguntas sobre leyes taurinas en España –ese año Cataluña prohibió la tauromaquia- o el sistema monetario.

Los días con Amory se terminarían por un tiempo, porque mi querida madre de acogida me había prohibido hablar con él, apartándome de un plumazo para dejar vía libre a su hija, al parecer víctima de que me gustase Amory, su chico. La señora que fue mi madre de acogida durante casi toda mi estancia en Estados Unidos no es de los seres más angelicales que se hayan posado sobre la faz de la Tierra. Cada vez que veía a Amory en los pasillos, lo saludaba disimuladamente, por si mi hermana de acogida aparecía de manera repentina y malinterpretaba un gesto del todo fortuito e inocente.

Jennifer y Amory acabarían saliendo juntos, aunque no tardarían en cortar a las dos semanas de zambullirse en las olas de una relación que estaba abocada al fracaso desde el principio. Yo me cambiaría de familia en esas fechas de desamores y justamente mi marcha marcó un punto de inflexión que me permitió reencontrarme con Amory, a quien vi a la salida de clase el mismo día que conocí a la familia Morris.

Quién me iba a decir que terminaría yendo a clases de baile nada más y nada menos que con aquel chico de finales de verano. Él mismo me lo había sugerido, al igual que los paseos por el bosque después de clase en los que el tiempo se pasaba volando mientras hablábamos de Obama, su gran ídolo; de la posibilidad de instalar paneles solares en Albemarle High School; o de los planes del futuro universitario a la vuelta de la esquina.

Nos despedimos con un abrazo y la promesa de algún día volver a vernos -quizás en Europa- y elegir algún parque natural o montaña como punto de encuentro para lanzarnos a la aventura y disfrutar de una misma pasión: el senderismo. Me regaló una pulsera que él mismo hizo siguiendo los pasos de algún tutorial que encontró en YouTube. Blanca, verde y azul. Recuerdo con ternura el momento en el que la sacó de su bolsillo y me la puso, sonriente, pues nunca antes se había atrevido a hacer una manualidad que al parecer para él requería demasiado esfuerzo y maña.

El día de la despedida y de las últimas clases de baile él ya conocía el contenido de una carta que mantuve oculta bastante tiempo, primero a ordenador y más tarde en papel. Hasta que por fin, siguiendo los consejos de Lara, mi prima americana, le di la carta. Esa tarde no podía dejar de mirar una y otra vez el móvil por si me había mandado algún mensaje y finalmente, a última hora de la noche recibí un correo: quería verme.

Cuando llegué al instituto al día siguiente crucé los dedos para no encontrármelo en los pasillos, pero mi sorpresa fue verlo delante de la puerta de mi clase de psicología. Quedaban todavía unos diez minutos para que sonase el primer timbre, así que di media vuelta e hice el camino a la inversa. Mis amigas fueron mi salvación y perdirles que me firmasen el anuario, la excusa perfecta. Sin embargo, alguien se había encargado de buscarme y no pude evitar pegar un salto cuando me tocaron por detrás y al girarme me topé con él de bruces.

Me dio un abrazo y las gracias por la carta, le había encantado. En otro cambio de clase me explicaría que lo nuestro no funcionaría, pues quedaba poco tiempo para que regresase a España y hacernos daño no sería una buena idea. Asumí que yo en realidad no le gustaba ni le había llegado a gustar nunca, que simplemente me había dicho eso para hacerme sentir mejor en lugar de darme calabazas directamente. Estaba equivocada.

Ya en España, una carta con sello y remitente de origen estadounidense me esperaba en casa. Una declaración de amor que seguramente me haría llorar de la emoción otra vez a día de hoy. Letra dimininuta y a lápiz de un chico que había considerado que era hora de abrir su corazón y decirme lo que me llevaba ocultando desde muy probablemente el primer día en que nuestras miradas se cruzaron en clases de baile.

Como sabía que en Estados Unidos yo solo estaba de paso, se había esforzado en levantar un muro de hormigón para mantener controlados sus sentimientos hacia mí, Sin embargo, la carta que le había escrito desmoronó los cimientos de un muro que tanto tiempo le había llevado construir. Lo nuestro no era posible, pero lo que sentía por mí tampoco lo podía borrar con tanta facilidad. Me emociono al recordar el modo en el que hablaba de mí, la admiración en sus palabras y ese «recuerda siempre que tienes a un amigo».

Con el paso del tiempo fuimos perdiendo el contacto y pese a que ese primer verano separados sí nos mandamos cartas, solo nos acabaríamos escribiendo algún que otro correo y postales en Navidad. Ambos estábamos atrapados en el estrés del último año de instituto y después llegó la rutina como novatos universitarios. Él tenía su vida y yo tenía la mía al otro lado del Atlántico, con la mente puesta en la Selectividad y luego en las clases de la Universidad.

Me sorprende que me hubiese atrevido a darle aquella carta pese a mi enorme miedo a que las cosas cambiaran entre nosotros y fuese incómodo encontrarnos por los pasillos. Supongo que se mezclaban la timidez, la vergüenza, el temor al rechazo y el miedo a poner fin a una amistad por romper el silencio de un secreto que llevaba escondiendo desde hacía bastantes meses. Era una chica romántica, soñadora y enamoradiza en mi cuento de hadas americano y en realidad no me había parado a pensar en el después de la carta si llegaba a ser correspondida.

Tampoco se trataba de una carta en la que le preguntase si quería salir conmigo, en absoluto. Se trataba más bien de un gesto de sinceridad, un acto de confianza con el que para mí era un gran amigo. Era feliz en los paseos con él a la salida del instituto, compartiendo profesor y pista de baile, y simplemente sentí la necesidad de escribirle antes de irme. Me habría arrepentido de no haberlo hecho, de no haberle hecho saber que en España habría una chica pensando de vez en cuando en él. Me parecía justo.

A día de hoy, casi cuatro años después, me pregunto si no llegué a tener dudas, si no me llegó a invadir el miedo cuando estábamos solos en el bosque ante la posibilidad de que se me abalanzase para besarme y que tal vez pasase algo más. Supongo que me hacía sentir segura su forma de ser, sobre todo el respeto que mostraba siempre hacia los demás. Imagino que también influye el factor inocencia, el no pensar en salir con él como una realidad que fuese a materializarse.

A veces me pregunto qué habría pasado si la beca fuese por dos años y no uno, qué habría sucedido entre nosotros de haberme graduado en Albemarle High School. Me habían gustado otros chicos antes, pero él se podría decir que fue esa especie de primer amor y no necesité que hubiese besos para sentirlo así. Habría tenido que revelarle mi secreto. Me pregunto cuál habría sido su reacción y, sobre todo, cómo me habría enfrentado yo a ese reto que ahora no parece tan complicado.

Pierdo el tiempo reflexionando sobre un futuro vacío, pero al mismo tiempo, evocar ese pasado me hace darme cuenta de lo afortunada que debo sentirme de haber conocido a alguien con quien comparto una bella historia interoceánica. Amory, sin darse cuenta, me hizo ver que orquídea o no, todas las mujeres tenemos el derecho y la libertad de enamorarnos y que no debemos tener miedo a dejarnos querer o a sentirnos hermosas entre nuestros ropajes de pétalos, como aquella noche de baile de fin de curso en la que me dijo «You look beautiful tonight, Ana».

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[1] He tenido un sueño / por raro que parezca / era mi día perfecto.

© Ana Souto Villanustre

2 comentarios en “VII. El chico vegetariano ecologista

    1. Ana Souto Villanustre dice:

      Tengo que pasar a limpio el capítulo 14. Como la novela está escrita a mano, tengo que dedicarle tiempo a escribirla a ordenador. Publicados hay hasta el 13, espero sacar pronto a la luz el siguiente

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