XI. Cuando el secreto sale a la luz

“Cada encuentro es un encuentro contigo mismo”

Desconocido


A pesar de que no sabía si al final del campamento seguiríamos juntos, sí continuamos hablando y no hubo necesidad de elegir etiqueta alguna, éramos novios. Salir juntos implicaba tener que dar el paso. Evidentemente no tenía obligación alguna, pero llegó un día en el que me di cuenta de que esperando no ganaba nada más que comerme la cabeza y pasarlo mal. Conforme iban en aumento los días de noviazgo, eran más las horas que invertía pensando en Rokitansky y no era para nada sano. Me costaba mucho dormir, tenía pesadillas y muchas veces me quedaba despierta hasta tarde para evitar meterme en cama y despertar en mitad de la noche con el corazón latiéndome a mil por hora.

“¿Cuántas ganas tienes de hacerlo?”. Me quedé paralizada por unos instantes con el móvil en las manos, no podía escribir, no podía moverme del sofá, estaba en estado de shock. No podía seguir ocultándole la verdad. Claro que me apetecía acostarme con él, pero no podía (o eso creía yo, inocente de mí) y tenía que hacérselo saber. Así que eso mismo fue lo que dije, que tenía muchas ganas pero que había algo que me impedía llevarlo a cabo. Me temblaban las manos y mi padre, que estaba en la sala en ese momento, no parecía haberse dado cuenta de mi cambio repentino. Había llegado el momento. Uno, dos, tres… Coger aire y lanzarme al vacío.

Sentí verdadero pánico y conforme ponía orden en mi cabeza a las ideas que me bombardeaban y pensaba en cuál sería el mejor modo de contárselo, los músculos de mi cuerpo se iban agarrotando cada vez más. Era como si estuviese de pie delante de una piscina, a punto de lanzarme al agua. Ese nudo en el estómago como en mi primera y única competición y unas piernas que pesaban más de lo normal. Me gustase o no tenía que zambullirme en un agua que parecían auténticas arenas movedizas. Tenía miedo a hacer un salto de cabeza mal planificado y sentir el impacto del suelo. No había marcha atrás, no podía volver al final de la cola de la montaña rusa a la que había decidido subirme. Había llegado mi turno. Uno, dos, tres… Coger aire y lanzarme.

Se lo expliqué todo, con pelos y señales. Soy de las que opinan que las cosas si se cuentan, se cuentan bien, procurando evitar los vacíos y lagunas para luego responder al menor número de preguntas sobre el asunto en cuestión. Compartí con él mis malas experiencias de hospital y el veredicto final sobre mi síndrome, Rokitansky. Intenté ser lo más clara posible, pero aún así me aseguré de mandarle algún enlace para evitar ser diana de posibles preguntas. Estaba hecho, ahora solo quedaba esperar su reacción. Quizás ya no le interesase estar conmigo, tal vez decidiría no volver a hablarme o puede que sí me aceptase pese a tener lo que por aquel entonces definía como “tara”, “problema” o “imperfección”.

“Ana, hay muchas formas de hacerlo”. Por un momento creí que se me iba a salir el corazón del pecho. Para nada esperaba que fuese a reaccionar así, no podía estar más feliz. No solo me quería tal y como era, sino que quería ayudarme (ayudarnos) a buscar la manera de disfrutar sin necesidad de una vagina normal. No tenía que preocuparme y tampoco iba a ser necesario enjugar las penas en pañuelos para secar lágrimas que no llegaron a brotar.

Fue como desprenderme de ese peso que llevaba cargando desde hacía mucho tiempo, además de demostrarme que a pesar de mi naturaleza «imperfecta» existía alguien dispuesto a estar conmigo. Adiós a las noches en vela, a los días apáticos, a esa sensación de incomodidad con cada beso de película… En Reino Unido creía haber estado viviendo una ilusión que tarde o temprano se difuminaría por completo, como si los paseos de la mano nunca hubiesen existido. Me conformaba con haber vivido la experiencia de un amor internacional, no aspiraba a más. Como tantas otras veces, me había equivocado, me había adelantado a los acontecimientos. No me permitía el lujo de soñar con libertad y sin embargo Daniel ese día me hizo ver que no había nada de malo en alzar el vuelo y sentir el roce del viento entre las plumas de mis alas.

Se convirtió en una especie de Super-hombre y yo pasé a ser su devota admiradora. Debía cuidar ese amor como el más preciado de los tesoros, pues estaba convencida de que no se repetiría. Seguía sin comprender por qué alguien querría salir conmigo. El problema estaba en que él me aceptaba pero yo no me aceptaba a mí misma. En el fondo sí lo hacía, no me quedaba otra, pero lo que hacía que no llegase a quererme era el hecho de sentirme inferior, el acomplejarme por no ser como el resto de mujeres y no poder dar más. Evidentemente yo no tenía culpa de haber nacido así, pero sí de haber dejado que Daniel se hubiese fijado en mí. Creía haberme liberado de mi carga, pero ese gran petate de miedos e inseguridades seguía ahí, más vivo que nunca y no me gustaba que él tuviese que aguantar parte del peso sobre sus hombros.

Me frustraba saber que él, al no ser virgen, sabía lo que era tener una relación plena con penetración con una mujer y que yo eso no podría dárselo, al menos no inmediatamente. Ahora me doy cuenta de que esa obsesión estaba fundamentada en el miedo, ¿pero a qué? Una persona que quiere a otra no tiene el sexo por prioridad (al menos yo no) y el amor verdadero es el incondicional, el enamorarse de la persona, no de una vagina y un clítoris. Pero me machacaba continuamente y no podía dejar de pensar en cómo habría sido su primera vez y lo que para él podía suponer que no se repitiese del mismo modo conmigo. Me atormentaba pensar en aquella primera chica hasta el punto de tener pesadillas sin ni siquiera conocerla. Si Daniel ya no estaba con ella por algo sería, sin embargo, en mi interior había nacido el temor a que la eligiese a ella. Qué tonta era y cuánto daño me inflingí. Somos nuestros peores enemigos y yo no paraba de darme motivos para odiarme todavía un poco más. Seguía odiándome, como antes de que Daniel apareciese.

© Ana Souto Villanustre

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