XIII. Lazos de amor

«Tonto el que no entienda», Hijo de la luna de Mecano


Si bien Daniel me había hecho ver que Rokitansky no era un inconveniente, al mismo tiempo incrementó la magnitud de algo que hasta ese momento yo no veía como un problema: no poder quedarme embarazada. Sus padres tienen mucho que ver con mi estado anímico de los últimos meses de primero de carrera y con esa sensación ponzoñosa de rechazo e incomprensión, dos constantes de las que no sabía cómo deshacerme. Ser una orquídea me convertía a sus ojos en una mujer incompleta y no veían a Ana, veían a una especie de no-mujer por la que intentaban sentir compasión pero no sabían cómo hacerlo sin que su egoísmo interfiriese en la percepción que tenían de mí.

Como Daniel y yo empezamos a vivir juntos -algo que desde luego se me fue de las manos- sus padres estaban constantemente diciéndole que nos anduviésemos con ojo no fuese a ser que apareciese un día con un bombo y les provocase un infarto. Cansado de siempre la misma historia, Daniel se acabó hartando y un día les soltó que no tenían de qué preocuparse porque yo nunca tendría hijos. Los padres se quedaron a cuadros y, como no, hicieron preguntas después de recobrar la compostura. Es agua más que pasada, pero no puedo evitar sentir una punzada en el corazón, aunque más que dolor, lo que realmente siento es rabia e impotencia. me habría gustado estar presente en para haberme defendido, para haberme hecho valer y borrar sus palabras sangrantes del aire. Quizás de haber estado allí me hubiese limitado a agachar la cabeza y callar, con lágrimas en los ojos, quién sabe…

«Ah, entonces no vamos a ser abuelos» fue la madre que supuestamente soltó su madre. Cuando Daniel me lo contó me sentí realmente ofendida. ¿Acaso ella era la única persona relevante? Su comentario me pareció desde luego egoísta y, sobre todo, me dolió que su reacción inicial no fuese ponerse en mi lugar (creo que en ningún momento llegó a hacerlo…). No hablo de que debiese haber sentido pena ni mucho menos, sino simplemente haber pensado en cómo yo me sentiría siendo mujer roky. Ella tuvo dos hijos, tuvo oportunidad de elegir cómo crear una familia; yo, en cambio, no nací con la libertad de poder escoger, de ahí que me sintiese atacada. Pero no solo lo pasé mal por mí, sufrí también por mis futuros hijos. Si Daniel y yo llegásemos a estar juntos para entonces y decidiésemos formar nuestra propa familia, nuestros hijos, por el hecho de ser adoptados, no serían dignos de ser sus nietos. Algo bastante doloroso y cruel, porque al fin y al cabo, biológicos o no, los niños con el fruto del amor de una pareja. Es duro de asumir que haya personas que piensen como ella. Ojalá los lazos de amor estuviesen por encima de cualquier lazo de sangre, tan sobrevalorados desde tiempos inmemorables. Yo no podré llevar un niño en mi vientre, pero sí porto amor en mi interior.

La sangre también era algo de vital importancia para el padre, quien sentía pesar porque «se perdería el apellido de la familia». El no poder llevar a una criatura en mi barriga durante nueve meses no me exime del derecho a ser madre, pero al igual que su mujer, parecía olvidar la posibilidad de la adopción (o la rechazaba directamente y por eso ni la mencionaba). ¿Cómo podía pensar en que el apellido se perdería? ¿Algo de empatía mp sería más acertado, ponerse en mi piel durante al menos unos segundos y dejarse de sandeces y sinsentidos? Porque además vuelvo a la idea inicial de que cualquier niño es igual de digno sea cual sea su origen. Lo que verdaderamente importa es la educación que reciba por parte de unos padres que por prioridad deberían tener dar amor y no legar un apellido. Es un pensamiento retrógrado, además de que borraba por completo a la hermana de Daniel, como si en cuestiones de linaje solo los hombres de la casa tuviesen voz, voto y derecho a la herencia de la nomenclatura familiar.

La madre de Daniel decía haber soñado durante muchos años con criar a sus nietos codo con codo con su nuera. Volver al papel de madre primeriza durante un tiempo, como si la madre (y el padre) de sus nietos no fuesen lo suficientmente competentes. Está bien tener espíritu de abuela pero sin pretender reemplazar a la verdadera madre. Además, una abuela de verdad querría a sus nietos de manera incondicional, biológicos o no. Da igual si los tiene por primera vez en brazos nada más salir del paritorio o si los ve por primera vez después de un largo viaje de avión, de igual modo que cambiar pañales o preparar biberones es algo secundario. A ella no había parecido llegarle con haber traído al mundo a un niño y a una niña que quería invadir el terreno de los demás. La que quizá no cambie pañales soy yo, no ella.

Conforme Daniel me lo contaba no podía salir de mi asombro, no era capaz de entender cómo dos personas podían llegar a pensar de ese modo. Tampoco comprendía el porqué de esa frialdad tiznada de egoísmo. Algo que hasta entonces había intentado sobrellevar y ya no me afectaba (o al menos no tanto) fue ocupando una parte considerable de mis pensamientos, cuando en realidad las preocupaciones de una adolescente no deberían ser el poder concebir o no. Quizás no era en sí el hecho de que me hubiesen recordado de un modo doloroso mi infertilidad, sino es actitud alejada de cualquier tipo de altruismo o simpatía. Ver mujeres embarazadas se convirtió para mí en un tormento.

Intentaba apoyarme en Daniel y expresar d ela mejor manera posible cómo me sentía sin que se sintiese ofendido por hablar con sinceridad de sus padres. Me pasaba las noches en vela, incapaz de conciliar el sueño a causa de las lágrimas y solía despertarme de madrugada en mitad de una nueva pesadilla. No debería haberle dado tanta importancia a sus palabras, al fin y al cabo la pareja la conformábamos Daniel y yo (y éramos jóvenes, entre otras cosas) pero el desprecio tiene la capacidad de desgarrar. Un rechazo innecesario e injustificado fruto de una naturaleza que no elegí, eso era dese luego lo más frustrante para mí. Hasta cierto punto era como si me culpasen de ser quien soy cuando en realidad hay cosas que no dependen de mí. Convirtieton Rokitansky en un defecto cuando en realidad es una característica más mía.

Pese a que en su día le dije a Daniel que no pasaba nada por habérselo dicho a sus padres, me arrepiento de no haberme enfrentado a él, aunque claro, yo todavía desconocía que sus padres me veían como a la novia de segunda que no les daría nietos. Para empezar él no debería haberles dicho nada, pues se trataba de algo que formaba parte de nuestra intimidad y, sobre todo, de la mía. Era algo muy personal que de habérselo querido contar, tendría que haberlo consultado antes conmigo. Debería haber sabido mantener la compostura cuando su padre bromeaba sobre mi posible embarazo. Contar secretos no es un juego, hay que saber cómo contarlos y a quién. Una vez hecho, no hay marcha atrás.

Esto no es todo, las consecuencias de habérselo contado a sus padres van más allá. Daniel, que no estaba a gusto en la carrera y no estaba obteniendo buenos resultados, un sábado pasó la tarde con su padre para hablar del tema de los estudios. El padre intentó animarlo y restar importancia a lo malo señalando aquellas virtudes que veía en su hijo: «Estás con Ana» (viniendo a decir que eso lo convertía en buena persona). Cuando Daniel reprodujo las palabras del padre sentí el impacto de una patada oprimiéndome las costillas. Otra vez no. Pobre chica Ana que nadie debería quererla y Daniel decidió quererla. Me volví a sentir despreciada, como si le tuviese que agradecer el esfuerzo de estar con una mujer roky. Comentarios así solo conseguíann incrementar el auto-odio. Si los demás me veían de ese modo, quizás tuviesen razón; es más, yo misma había llegado tiempo atrás a las misma conclusiones por mucho que de boca de los demás me indignase y molestase.

Llegó un momento en el que sentí que Daniel tampoco me comprendía, pues acababa justificando a sus padres cuándo le decía lo mal que me sentía. Lo peor de todo fue llegar a cuesitonarme a mí misma, preguntarme si no habría exagerado al reaccionar mal ante determinados comentarios. Me faltaba esa seguridad en mí misma que me habría ahorrado muchas noches de lloros. Esta situación hizo de mí una persona inestable y depresiva, además de que las discusiones con Daniel me hacían sentirme completamente sola.

© Ana Souto Villanustre

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