I. De niña a mujer

“Cuando las condiciones socio-económicas son óptimas y no existe ninguna enfermedad de base, son los factores genéticos los que más influyen en el tempo del desarrollo puberal, y de la menarquia en particular”

Emilio Herrera Justiniano

Pte. de la Asociación de Endocrinólogos de Andalucía,

La pubertad, 1994


Pese a la amenaza de aborto que obligó a mi madre a guardar reposo durante gran parte del embarazo, vine al mundo en la madrugada de un 23 de noviembre de 1995. Los médicos tuvieron que recurrir a las ventosas, pero llegué sana tras nueve meses en el vientre de una madre primeriza.

Era un bebé aparentemente normal y feliz, con una marca de nacimiento en la frente que desvelaba todos mis estados de ánimo. Ese triángulo rojo no se borraría hasta bien entrada la adolescencia, cuando por fin mi piel ya no se ponía roja tras cuarenta minutos corriendo en clase de educación física. Probablemente, muchos de los compañeros que en su día repararon en esa huella, ya no se acuerden de mi marca en los días de calor, pero yo no puedo evitar sonreír al ver mis fotos de bebé paliducho con un triángulo de dimensiones considerables en la frente. Curioso, algo que de niña odiaba tanto y que ahora ya de mayor evoco con cierta ternura (y melancolía). Esa marca de nacimiento, al fin y al cabo, formaba parte de mí, igual que el lunar del dedo meñique que tantas personas confunden todavía a día de hoy con una mancha de chocolate.

Como decía, era una niña normal, una futura roldeira[1] en potencia portadora de un hermoso Villanustre como segundo apellido. Me gustaba el papel de los folletos del supermercado cuando los precios todavía aparecían marcados en pesetas y era adicta a mordisquear las bolsas de plástico que solían regalarme en la panadería La Canela. Quizás esas eran mis dos únicas rarezas, peculiaridades de una niña que comenzaba a descubrir el mundo a través de sus cinco sentidos. Exploradora de flequillo recto y coletas que solía pasearse por Bertamiráns en su triciclo de colores.

Sin embargo, algo no iba del todo bien y mi madre se dio cuenta de que su hija era diferente, de que no crecía al ritmo de los bebés de su consulta y la ropa de mi armario parecía quedarse estancada en el tiempo. Tampoco tenía la misma energía de los niños con los que solía jugar en el parque. Por mucho que intentase correr detrás de ellos, solo conseguía caminar rápido. Incluso subir las escaleras era un reto para mí, una niña diminuta para su edad y de piernas demasiado cortas.

No recuerdo mi primera consulta en el endocrino con el doctor B., pero sí me acuerdo de muchos madrugones, de las caravanas de coches que llegaban a la entrada de Bertamiráns cuando aún no existía la autovía Brión-Santiago y del recorrido hacia el Hospital Xeral con la radio de fondo y ese “… en Canarias”. Me acuerdo también de los libros y dibujos de la consulta de Chus, la única persona a la que dejaba que me pinchase sin acabar gritando, llorando o de pataleta en el suelo. Además de la bata blanca del doctor de gafas que tantas veces vería a lo largo de los años, uno de los recuerdos que tengo más grabados es la cafetería llena de gente, con mi madre a la caza y captura de una mesa libre en la que yo esperaría impaciente la taza humeante de chocolate caliente y churros. Era la mejor parte de ir al hospital, la recompensa a la hora del desayuno. Ese fue nuestro ritual madre-hija durante muchos más años de los que puedo recordar.

No sé qué pruebas me hicieron ni cuántas, pero imagino que a la edad de tres años me hicieron mi primera resonancia y entonces descubrieron que esa especie de seta que segrega la hormona de crecimiento era más pequeña de lo normal.

Pronto llegarían las noches de pinchazos de antes de irme a la cama. Al principio era una especie de bolígrafo azul que mi madre se encargaba de clavar en mi piel después de un clic. Mi madrina también aprendería a utilizarlo para que pudiese quedarme a dormir en su casa y mi prima y yo tuviésemos nuestras noches de pijamas. Con el paso del tiempo yo misma acabaría encargándome de abrir la nevera antes de irme a dormir y preparar la inyección. La tapa amarilla delgada que cubría la aguja y destapaba con sumo cuidado para no pincharme, la tapa blanca exterior casi transparente, formaron parte de una rutina diaria que se prolongó hasta mis catorce años (si no recuerdo mal). Más de diez años de hormona de crecimiento.

La verdad es que a día de hoy me parece increíble que una niña de 3º de Primaria fuese capaz de pincharse sola en aquel primer campamento de verano en Portosín. Una niña en el cuerpo de una mujer prematura, pues, a diferencia de las compañeras de ducha común, yo ya tenía vello púbico. Como las mayores de sexto, que comenzaban a desarrollar unos pechos que, yo, sin embargo, tardaría más de lo normal en tener. Me pinchaba para poder rozar el metro sesenta en la edad adulta en lugar de quedarme estancada en el metro cuarenta y en cambio, desarrollé mucho antes que la mayor parte de niñas de mi clase. Acabé teniendo que ponerme Decapetil una vez al mes, una dosis para frenar el desarrollo y evitar tener que ser mujer en Primaria, porque eso es lo que supone en nuestra sociedad la llegada de la menarquia. El paso de la infancia a la madurez con la primera vez que te viene la regla.

La intención de mi doctor desde luego que era buena, pero siendo realistas, de poco me sirvió la medicación. Las tetas no me crecieron como cabría esperar, pero sí era mucho más peluda que media clase junta y me acomplejaba mucho. ¿Qué hace una niña de 4º de Primaria depilándose los sobacos cuando a esa edad las axilas no son más que otra parte del cuerpo a la que ni se le llama por su nombre? Las camisetas de tiras no eran una opción y en verano no quedaba otra que estar lo más pegada a la toalla. Tal vez por eso me gustaba tanto ir acompañada de un libro o escuchar la conversación de mi madre con las vecinas.

Pelo sí, pero ni tetas ni regla. Ojo, que agradezco que me hubiesen tratado, dudo que me hubiese agradado ser la única de talla X en el patio del colegio y que muchos se dignasen a mirarme simplemente por el mero hecho de tener tetas (o tenerlas grandes). Durante mucho tiempo fui la plana de la clase, pero dudo que el Decapetil hubiese sido el culpable, al fin y al cabo su función era la de ralentizar un cambio que tarde o temprano llegaría.

Uno de esos cambios nunca llegó y no, el Decapetil no tenía nada que ver. Tenían miedo de que tuviese la menarquia demasiado pronto, pero en realidad eso nunca sucedería. Estaba escrito desde el día en que nací, desde antes incluso. En el fondo supongo que siempre supe que era diferente.

De la regla no se habla entre chicas a no ser que sea para protestar por el dolor de barriga una vez al mes o de lo fastidiado que es tener que andar con compresas encima por si acaso. Llegadas a cierta edad se presupone que toda mujer tiene la regla. En 3.º de la ESO todas las chicas usan como mínimo compresas. Nadie te pregunta si te ha venido o no a excepción de los médicos. Yo sí sabía que todas mis amigas tenían la regla, a algunas les tardó más, pero les vino. Yo era la única –quizás me equivoque- que en el baño de su casa solo tenía el desodorante y el cepillo de dientes. La única compresa que he tenido es la que llevé muchos años en el bolsillo interior de mi mochila por si una mancha de sangre me sorprendía en el instituto y no estaba mi madre para ayudarme (recomendación suya a la que hice caso).

Con cada nuevo cumpleaños me escondía en el baño, me miraba las bragas y comprobaba que pasaba un año más siendo todavía “niña”. Sentía una alegría inmensa al saber que, de nuevo, me ahorraría el mal trago de tener que recurrir a mi madre o asistir en casa a una clase de cómo ponerse un tampón. Era la persona más feliz del mundo, incluso más que cuando llegaba el momento de soplar las velas y comer un trozo de mi tarta favorita. Ese era el mayor de mis regalos.

Creían que sería mujer antes de tiempo y sin embargo tardaría en serlo; hablando siempre en clave de lo que está socialmente impuesto como el paso de niña a mujer, evidentemente. Con quince años, en la consulta del doctor B. llegó el momento de tomar cartas en el asunto y acelerar la llegada de mi primer sangrado (cosa que en realidad nunca pasaría). Faltaba poco para irme a estudiar 1.º de Bachillerato a Estados Unidos y mi madre quería que fuese “preparada”, que no me pillase la regla por sorpresa al otro lado del océano en una casa ajena. Esas ganas, esa prisa por recibir la menarquia con brazos abiertos y una caja de compresas en el mueble del baño, aceleraron un proceso que podría haberse atrasado.

La regla nunca llamaría a mi puerta y mi paso de niña a mujer no fue producto en ningún momento de una mancha roja en la ropa interior. Simplemente crecí y me tocó hacerlo redescubriendo quién era.

 


[1] Por parte de mi abuelo paterno he heredado el título de roldeira. No se sabe muy bien de dónde viene ese apodo, pero en Rianxo, villa natal de mi familia materna, así nos conocen. Quizás tenga que ver con el hecho de que antepasados míos habían tenido molinos (rolda, rueda del molino) o puede que sea por el hecho de que por las venas de los roldeiros corra sangre fiestera (rolda, ronda de vinos).

© Ana Souto Villanustre

4 comentarios en “I. De niña a mujer

    1. Ana Souto Villanustre dice:

      Gracias por haber estado ahí. Cuando te vi en esa cocina y me dijiste que tu madre era catalana sentí algo especial. Esa conexión con Barcelona, esa música que tantas veces escuchamos juntas, el día en que descubrí la asociación catalana, la operación, nuestro reencuentro en la ciudad condal… Todo estaba interconectado. Gracias por haber estado y por estar, por haberme hecho sentir como alguien normal y por haber conversado tantas tardes y tantas noches con total naturalidad. Gracias por ser llum y luna, por brillar en mi oscuridad. Te quiero. Espero que sigamos compartiendo luz ahora que yo tengo luz propia, por fin.

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