XVII. Entre arenas movedizas

Quien esté libre de recuerdos que lance la primera sonrisa.


Cuando Daniel me dejó creí que el mundo se iba a acabar para mí, que no soportaría el dolor desagarrador de su marcha. Nunca había querido de ese modo a alguien y esa persona a la que había convertido en el centro de mi vida se había esfumado de golpe. Uno de mis grandes errores había sido haberme atado tanto a él e inconscientemente haberlo atado tanto a mí. Perdí el equilibrio, ya no tenía un punto gravitatorio que me mantuviese en pie. Estaba completamente ida, sumergida en un océano de sombras que amenazaban con engullirme hasta el fondo.

Dejé de comer, era incapaz de probar bocado y mi madre se desesperaba al ver lo mucho que adelgazaba en tan poco tiempo. Ni yo creía que fuese posible comer tan poca cantidad de comida y mantenerme activa a lo largo del día. A veces mi única alimentación en cuarenta y ocho horas era el vaso de zumo que mi madre me servía con el desayuno que acababa dejando intacto en la mesa. En determinados momentos del día tenía hambre, pero cuando me ponían un plato delante se me cerraba el estómago y me entraban náuseas. Era algo superior a mis fuerzas, comer.

Mis amigas procuraban distraerme y evitar que estuviese sla con el fin de ayudarme a no pensar en Daniel, pero no era tan fácil, el poder traidor de mi mente era mucho más fuerte. Podía estar apseando con alguna amiga por Santiago cuando en realidad estaba muy lejos de allí, intentando encontrar a Daniel en las calles y carreteras de su Monforte natal. Mis amigas hablaban y yo fingía prestar atención a sus palabras mientras analizaba cada uno de los meses en compañía de Daniel y me culpaba por haberle dado demasiada importancia a algunas cosas. Me echaba en cara ser una persona tan sensible y «delicada», haciéndome creer que me habían dejado por mi forma de ser.

Volviendo al pasado no iba a recuperar a Daniel, sino que solo conseguía sentirme peor y me hundía un poco más. Para qué negarlo, ya llevaba hundida desde mucho tiempo atrás pese a no haberme querido dar cuenta o a no admitirlo cada vez que mi madre se mostraba preocupada al otro lado del teléfono cuando me llamaba a Vigo. La gente de mi alrededor parecía notar que algo no iba bien, pero yo lo negaba constantemente. No se equivocaban, si bien Daniel había sido algo positivo cuando lo concocí, con el paso del tiempo se convirtió en una de esas sombras que hicieron de mí su marioneta. En lugar de apartarme de su camino cuando tuve ocasión, preferí seguir a su lado, no me veía capaz de caminar sola (pero sí de hacerlo en compañía de alguien que de vez en cuando me hacía tropezar…).

Deja un comentario