IV. ¿Soy quién creo ser?

“I was listening to the ocean
I saw a face in the sand
But when I picked it
Then it vanished away from my hand[1]

Runaway, Aurora


Antes de hablarme de Rokitansky mi madre se había encargado de buscar más información y recurrir a otros doctores para saber más. Llamó por teléfono a un doctor catalán, pues en Barcelona dicen estar los mejores especialistas en ginecología y muchas chicas como yo acaban yendo a sus consultas.

Mi madre se había llegado a plantear no contarme nada hasta regresar de Estados Unidos, pero el médico con el que habló le recomendó que no me ocultase quién soy. La intención de mi madre era buena, su único objetivo era alargar mis días de felicidad sin preocupaciones más que las propias de cualquier adolescente que ya de por sí vive esa especie de lucha interna. Al fin y al cabo es mi madre, solo quería protegerme. No obstante, ¿hasta qué punto me habría resultado beneficioso haber vivido en una burbuja? Además, las mentiras pueden hacer mucho daño y aunque a veces sea necesario ocultar la verdad al menos por un tiempo, soy partidaria de llevar la sinceridad por bandera.

Dudo mucho que se lo hubiese reprochado, no habría ganado nada enfadándome con ella, sería pagarlas con alguien que desde que nací siempre ha hecho lo mejor por mí o al menos lo intentó. De todos modos, agradezco haberme enterado con 15 y no con 16 existiendo papeles en mi casa con los resultados médicos. Me habría ahorrado un año de “sufrimiento”, pero sinceramente, me siento orgullosa de que me hubiesen ayudado a conocerme un poco mejor en una etapa de la vida en la que todos buscamos respuestas y cuestionamos nuestro papel en el mundo.

Doy las gracias por haber sabido con 15 años que tendría dificultades a la hora de mantener relaciones sexuales, porque en caso de haber querido estar con algún chico podría haber vivido una situación bastante traumática. Dudo mucho que hubiese sido agradable experimentar una primera vez dolorosa y tener que dar explicacioes sobre algo que yo misma ignoraba. Muchas veces me pregunto si le habrá pasado a alguna chica roky y entonces me considero una afortunada. Por mi forma de ser lo más probable es que de todas formas no me fuese a acostar con nadie en el instituto, pero quién sabe. Era muy tímida incluso para simplemente declararme, por lo que el primer novio tardaría en llegar y el primer beso y la primera vez, aun siendo conocedora de las características de mi cuerpo.

Creía que ya se habían acabado las pruebas por un tiempo, pero no era así. Faltaban nuevas visitas al hospital y entre ellas, mi primera vez en el ginecólogo. Cuando mi madre me lo dijo, me negué rotundamente, le dije que solo entraría allí a rastras, que no estaba dispuesta a enseñar nada a nadie y desde luego, mucho menos a un hombre. De hecho le solté un discurso de por qué consideraba que no debería estar permitido que un hombre se especializase en ginecología. Dije todo tipo de calificativos para referirme a los hombres a los que en algún momento de sus vidas se les había pasado por la cabeza llegar a ver vulvas y vaginas por oficio.

Obviamente, sí fui al ginecólogo, me atendió el doctor Gerardo. No tenía nada en contra del pobre hombre (todavía), pero el hecho de pertenecer al género masculino sí suponía un problema para mí. Estaba habituada a tener que desnudarme en una consulta, además de que mi endocrino siempre ha sido un hombre, pero ir al ginecólogo no es agradable para la mayor parte de mujeres (o al menos no irían por inciativa propia). Así que no me quedó otra que armarme de valor y asumir que no había otra opción que escuchar al doctor y hacer caso a lo que me dijese. Hacer de tripas corazón.

Más que el hecho de tener que abrirme de piernas –hablando mal, rápido y gráficamente-, lo que más me incomodaba era hablar de Rokitansky. Yo ya sabía a la perfección lo que tenía y mencionarlo en alto me molestaba, me sentía en cierto modo invadida. No había tenido el tiempo suficiente para asimilarlo, de encontrarme conmigo misma y ya los doctores se encargaban de bombardearme con sus discursos y su teoría. Habría deseado huir, haber pasado sola unos días, lejos de cualquier tipo de bata blanca o sala de espera. Me habría gustado correr sin que nadie me siguiese y descubrirme a mí misma, en soledad, sin ninguna voz de fondo, sin nadie hablando por mí.

Oír de otra boca la palabra Rokitansky me ponía nerviosa, me llegaba a sentir incluso atacada porque no me agradaba que me lo recordasen constantemente, como señalándome con el dedo y apuntando hacia un útero casi inexistente y una vagina pequeña. Ahora  me doy cuenta de cuán absurdo suena, pues a los problemas hay que plantarles cara y escapar de las situaciones difíciles (o no tan sencillas) no es la solución. Huir solo acarrea problemas, pues en determinado momento te acabas dando de bruces con ese muro que tú misma has perdido el tiempo en levantar.

En sí he de decir que a pesar de haberme atendido un hombre, me transmitió mucha más confianza el doctor que su enfermera. No pretendo ofender a  nadie del gremio de la enfermería, pero además de su cara de antipática no sé exactamente qué era lo que pretendía introducir en mis partes bajas, pero sin lugar a dudas habría tenido en mí el efecto de un cuchillo en la matanza de cerdo. Si hubiese llegado a acercar eso a mi cuerpo, me habría echado a correr con lo poco puesto. El médico le llamó la atención diciendo algo del estilo de “esto no es para esta chiquilla”. Sentí un alivio enorme, sin duda alguna contribuyó a que me relajase y me sintiese más segura. Pero bueno, un médico lo tiene difícil para ganarse mi confianza.

El doctor Gerardo efectivamente corroboró que mi vagina no era lo suficientemente profunda, creo que incluso llegó a hacerme un dibujo para que en mi cabeza pudiese imaginar un cuerpo al que por aquel entonces me refería como “imperfecto” e “incompleto”. Mi vagina medía escasos centímetros. Tampoco me interesaba la longitud exacta, total, un centímetro más o menos no marcaría la diferencia en mi caso. No podría tener relaciones y punto (o eso creía), por eso tampoco me apetecía abordar el tema, el sexo era en sí otro gran tabú.

Aparte de ir al ginecólogo me hicieron una última prueba para asegurarse de que mi cariotipo era femenino. Tuve que llevar una muestra de sangre al centro de genética –que según tengo entendido fundó el doctor Ángel Carracedo. Mi madre y yo fuimos al hospital y nos metimos por pasillos por los que nunca había pasado hasta llegar a una gran sala de paredes blancas. Habría que esperar un par de días para conocer los resultados. Apostaría que la que vivió con más nerviosismo esos días de incógnitas fue mi madre y no yo.

De vez en cuando se me venía a la cabeza la posibilidad de que en el papel que no tardaría en llegar apareciese un cariotipo masculino. Quizás había creído vivir en el cuerpo de una mujer desde la más tierna infancia y en realidad era un hombre atrapado en un neopreno aparentemente femenino. Tenía pechos –pequeños, pero en definitiva, dos mamas desarrolladas; tenía una vulva y aspecto de chica –quizás no de 15 años- pero sí de 13 como mínimo, adolescente al fin y al cabo. Si se descubría que el diagnóstico era otro y en realidad era hermafrodita, me tocaría elegir entre seguir siendo mujer o redescubrirme como hombre. La última opción implicaría empezar de cero, volver a nacer con el recuerdo de un pasado imborrable como mujer. Tal vez no elegir, no encasillarme en género alguno, ser simplemente humana. Pero lo más probable es que la sociedad se encargase de elegir por mí y me vería obligada a auto-definirme, a adaptarme a un molde en el que quizás nunca encajaría.

Llegaron los resultados y me atrevería a decir que con ellos también uno de los días más felices para mi madre. Si aquel 25 de junio me había conmovido la tristeza de su mirada, el día que me dio la gran noticia me emocionó verla tan contenta, tan llena de energía. Porque sí, era y sigo siendo mujer. Nací mujer, diferente, pero mujer en definitiva. Quedaba confirmado para siempre: Síndrome de Rokitansky.

Para celebrarlo, uno de mis chocolates favoritos sobre la mesa. Lo recuerdo como si fuese ayer. Estábamos en la cocina, el sol brillaba en lo alto del cielo azul y los árboles del jardín estaban más verdes que nunca. Ella, sentada en la silla de siempre, a mi derecha, y yo, en mi lugar habitual a la expectativa. Nunca había visto mis cromosomas en blanco y negro impresos en papel. Par 23 XX. Un nuevo reto superado, pero quedaba un larguísimo camino por recorrer. Aquella no era más que una parada en la que descansar y recobrar fuerzas.


[1] Estaba escuchando el sonido del océano / vi una cara en la arena / pero cuando me acerqué a cogerla / se esfumó de entre mis manos

© Ana Souto Villanustre

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