VIII. Secretos que debería haber silenciado

“Caer está permitido, levantarse es una obligación”

Proverbio ruso


Además de Amy hubo otra estadounidense en oír hablar por primera vez de un síndrome poco conocido incluso entre algunos facultativos que quizás solo lo hubiesen visto en algún manual de la carrera.

En mi segunda familia de acogida me sentí como en casa, arropada desde el día en que llegué y me recibieron con mi tarta favorita para cenar (de queso, con mermelada de arándanos). Estaba enamorada del azul de las paredes de mi nueva habitación, del piano de la sala de estar, del gato que siempre se entrelazaba entre mis piernas, las viseras que mi padre de acogida se ponía al llegar del trabajo… Pequeños detalles que iban conformando una vida americana con aires de cambio.

Leah, la más pequeña de la casa, y yo, éramos inseparables. Nos encantaba pasarnos las tardes juntas mientras Sarah estaba en su entrenamiento diario de softball y también nos gustaba hacer manualidades o experimentar entre fogones. Me recordaba mucho a mis primos, con su dulzura, vitalidad y alegría. Solía decirle que era una rosa cubierta por las lágrimas del rocío en el amanecer y le dejaba dibujos en el buzón de papel que tenía pegado en su puerta. Una niña con luz propia que vino al mundo de manera inesperada después de los atentdos del 11 de septiembre y por ello sus padres escogieron Faith [fe] como su segundo nombre.

Tucker, que por aquel entonces tenía once años, pasaba mucho rato conmigo riendo, gastando bromas y cuidando de los poyuelos con los que nos sorprendió su padre después de un fin de semana de caza en su pueblo natal. Un niño inquieto y muy inteligente que soñaba con destripar ordenadores y volver a darles vida incluyendo piezas de su propia creación. Recuerdo con cariño los paseos con Tessa, aquella perra hiperactiva de la vecina que solía darle alguna que otra propina que Tucker aceptaba con una sonrisa de oreja a oreja.

Sarah era la mayor, otra apasionada por el mundo francés y la buena música. Podía pasarse horas y horas hundiendo los dedos en las teclas del piano entonando a Adele. Sin que su madre lo supiera, nos encerrábamos en la habitación para ver películas francesas en versión original hasta las tantas de la madrugada (así después se le pegaban las sábanas e iba corriendo a la parada de autobús cargada con la mochila de clase y la equipación para el entrenamiento o el partido de la tarde). El vínculo que compartíamos llegó a ser tan intenso que la sentí como una hermana no solo por la etiqueta impuesta por el título de estudiante de intercambio viviendo en familia de acogida.

Hubo una noche en la que compartimos habitación porque habían venido a pasar el fin de semana a Earlysville Lara –la prima-  y su novio Jack. No sé por qué, pero necesitaba contárselo a ella, acercarme más a Sarah y compartir con ella toda mi andanza por pasillos de hospital y salas esperando a que dijesen mi nombre. La consideraba bastante más madura de lo que en realidad era. Por mucho que nos llevásemos bien y confiase en ella, hay cosas que no todo el mundo entiende o que no procesa del mismo modo. Por ello, hay que valorar deternidamente qué contar y qué no contar a cada persona por muy amiga que sea, pues somos diferentes y no actualos igual ante las circunstancias.

En un primer momento reaccionó bien, me sentí liberada, no me arrepentía de haberle contado mi historia ni de haber respondido a sus preguntas o haber explicado con más detalle en qué habían consistido las pruebas que me habían hecho. Como toda historia cuando se cuenta, se cuenta de principio a fin pasando por el corazón interno, llegué a mencionar la prueba del cariotipo aclarando que era y soy una mujer. Era una pieza más del gran rompecabezas de mi vida y tampoco le di mayor importancia. Lo conté a modo de anécdota y ese fue mi error, hablar de más. Censurarme va en contra de mis principios, pero a veces un resumen es la mejor opción. Callar con el único fin de protegerme de males futuros y comentarios impertinentes e inoportunos.

Viví en el engaño de ser comprendida, pero Sarah me sorprendió con una broma emponzoñada que tuvo el efecto de un dardo envenedado. Estábamos de camino al campamento de Carolina del Norte con el resto de chicos y chicas del grupo de catecismo y dijo algo del todo desafortunado que en parte mancha el recuerdo que tengo de ella. No recuerdo de qué estaban hablando los demás para que ella hubiese dicho lo que dijo, pero sí se me quedó grabada su risa y su gesto al decir “eres un hombre”. Me dolió muchísimo su tono, la ligereza con la que abrió la boca cuando yo había confiado en ella a la hora de revelar algo muy personal. Hoy en día no me habría molestado (o eso creo), sé quién soy y hacia dónde me quiero dirigir y con eso me basta. Sé que soy mujer y me siento identificada como mujer, así que nadie va a ofenderme por bromear con la posibilidad de haber creído ser mujer y en realidad haber nacido hombre. Pero aquel día me sentí atacada y traicionada y fue entonces cuando se abrió una brecha entre nosotras a escasos días de mi retorno a España. No me sentía cómoda como antes y tampoco me apetecía estar con ella demasiado tiempo. Lara, su madre, sabía que algo no iba bien, pero lo más frustrante era no poder contarle la verdad para que me comprendiese. No buscaba una reprimenda ni mucho menos, solo que no  me juzgasen por mi estado anímico a la vuelta del campamento.

No le guardo rencor a Sarah, tampoco la culpo. Era una niña en el cuerpo de una mujer. Lo pasé mal, alguien que me quería y a quien yo quería muchísimo me había en cierto modo abandonado. Prefirió ser graciosa y dejarse llevar por un impulso que a día de hoy sigo sin comprender por mucho que el chico que le gustaba estuviese en el asiento de delante con la oreja puesta. Muy poca gente sabía que soy mujer roky y me fastidia que ella, una de las pocas, no hubiese tenido la consideración de cuidar con mimo mis palabras y confidencias. Me mantendría callada durante demasiado tiempo creyendo que en el silencio estaba mi protección, esa piel en la que por mucho que queramos, no podemos vivir eternamente.

© Ana Souto Villanustre

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