X. Un ser dos mundos son

“Pon tu fe en lo que tú más creas
un ser, dos mundos son
te guiará tu corazón
y decidirá por ti”

Dos Mundos, Phil Collins


Lo conocí en el verano de 2013, en el aeropuerto de Alvedro, aunque todavía no sabía cómo se llamaba ni de dónde era cuando lo vi subirse al avión. Destacaba entre el resto e incluso una vez en el autobús rumbo a Leeds, tras haber hablado con él en Heathrow, no podía evitar mirar a aquel chico de vez en cuando. Había algo en él, un imán que me iba acercando cada vez más al que sería mi primer novio fruto de un amour fou británico que duraría menos de lo que por aquel entonces me habría gustado.

Raquel hizo de celestina, se encargó de hacerle saber lo que sentía por él al enterarse de que entre todas las gallegas de Leeds, Daniel  me había elegido a mí. Sabía que se me iba a declarar y la noche anterior –alguien se había encargado de filtrarme la información- no fui capaz de pegar ojo. Al día siguiente entré en clase temblando por los nervios y conforme las agujas del reloj avanzaban hacia la hora de la comida, me encontraba peor. Él tenía intención de hablar conmigo entonces, pues me había hecho saber que no le apetecía comer con los demás porque prefería aprovechar para ir a dar un paseo. Su plan fracasó tan pronto como los demás salieron de sus respectivas clases y nos vieron caminando por la acera que llevaba al parque en el que solíamos juntarnos. Así que nada, tocaba esperar.

Al final pasamos la tarde en la bolera todos juntos, aunque ni Daniel ni yo llegamos a jugar. Algunos amigos del grupo todavía estaban en la pista con los pies embutidos en las zapatillas de cuero rojo y verde cuando Daniel me dijo si lo acompañaba a la tienda de Apple a por un cable para el ipad, porque el que se había llevado de España estaba roto o perdido, algo por el estilo. Accedí a ir con él. Sabía lo que iba a pasar, es más, en un principio pensé que lo del cable era solo una excusa para decirme aquello que Raquel le había prometido guardar en secreto.

Íbamos caminando el uno al lado del otro, yo estaba a la expectativa, aunque intentaba hablar, rellenar cualquier silencio con algún comentario para no darle la oportunidad de decirme lo que me tenía que decir. Era muy tímida (realmente introvertida) y sabía que no sería capaz de volver a mirarle a los ojos ni de volver con los demás sin que se me notase en la cara que algo había pasado entre nosotros (mentir o fingir nunca se me ha dado especialmente bien). Entramos en la tienda, compró su cable y me refugié en Vodafone con la excusa de preguntar los precios de las tarifas de las tarjetas del extranjero de las que mi madre de acogida me había hablado. Me traía sin cuidado si las vendían o no, si quería comunicarme con mis padres había muchos puntos con wifi por la ciudad, además de que tres semanas fuera de casa no era comparable al año que ya había pasado en el extranjero. Solo pretendía retrasar el momento.

Un “hay algo que quiero decirte, me siento muy cómodo hablando contigo…” y zas, un beso en toda la boca que duró unos minutos que parecieron eternos. Para nada lo veía venir. Creía que me diría algo más, que seguiría hablando un rato y después se me acercaría, pero fue todo muy brusco y repentino y no me dio tiempo a reaccionar lo suficientemente rápido, no pude ni responder al primer beso cuando ya iba él por el segundo. No hubo ni fuegos artificiales ni violines de fondo, de hecho estaba deseando que se despegase de mí y no por asco o por falta de aire, sino porque no me gustó. Y eso me creó dudas, sentí un pequeño escalofrío recorriendo mi cuerpo y me pregunté hasta qué punto me gustaba aquel chico al que tenía a escasos centímetros. También me sentí culpable, ¿y si realmente no me gustaba y le había hecho creer que lo suyo era correspondido? A la hora de la cena, mientras los demás bromeaban sobre nuestra escapada, yo estaba en mi mundo dándole vueltas a lo que había sucedido hacía unos minutos.

Seguimos pasando tiempo juntos y pese a quedar con los demás también encontrábamos la manera de vernos a solas antes de regresar a casa o en alguna mañana de fin de semana en el parque. Nos gustaba pasear de la mano y tumbarnos en la hierba con música de fondo; a él también le encantaba Queen. Podíamos pasarnos horas hablando sin ser conscientes de que la arena de nuestro reloj invisible iba mermando. Nunca me había sentido tan cómoda con un chico, sentía que podíamos hablar de todo (o casi todo), aunque había detalles que no me gustaban. Debería haberme fiado de esas alertas, de las señales que mi subconsciente me iba mandando, pero optaba por apartarlas o hacer oídos sordos a esas voces interiores mucho más sabias de lo que pensaba, aunque no lo suficientemente potentes.

Dicen que las personas pueden cambiar –para bien o para mal- pero también es cierto que muchas veces nosotros mismos nos encargamos de cambiarlas inconscientemente, las amoldamos en nuestras mentes a nuestra manera y caemos en el error de enamorarnos de una idea, no de una persona. Idealizar a alguien es a veces inevitable y al mismo tiempo un arma de doble filo, una venda que nos tapa los ojos y que no desaparece hasta que esa persona nos falla o en el caso de las parejas hasta que una ruptura las hace desaparecer. Es entonces cuando abrimos los ojos y vemos las cosas de otro modo, incluso el pasado. Achacamos ciertas actitudes o comportamientos a que esa persona a la que creíamos conocer tan bien ha cambiado. Como he dicho, la gente cambia, pero a veces ese cambio aparente es el paso de la ficción creada por nosotros mismos a la realidad. Y eso es justamente lo que me pasó con Daniel.

Solo tenía ojos para las cosas buenas y borraba aquellas que no me gustaban y que sin embargo eran reflejo de su verdadera personalidad. Yo solo quería ver una parte de él, negando un pedazo importante de su existencia que probablemente me habría hecho replantearme muchas cosas. Había hecho de él una persona maravillosa cuando en realidad no era tan fascinante. Me pregunto qué era lo que se me pasaba por la cabeza para haber estado tan ciega. La típica frase de mi padre, “tan inteligente para unas cosas y tan poco lista para otras”. ¡Cuánta razón tenía! Supongo que he aprendido desde entonces y sé qué es lo que puedo (y debo) consentir y lo que no, sé lo que me gusta (y quiero) y lo que no, y lo más importante, intento elegir lo que es bueno para mí y apartarme de lo malo.

Vivía en una nube, sumergida en mi romance de verano, como si por un momento yo fuese Cindy y él Danny Zuko sin playa por la que pasear en el atardecer. Me dejaba llevar por el romanticismo de un Reino Unido en el que no creía que fuese a hacer amigos y en cambio además de forjar amistades que todavía duran a día de hoy, conocí el amor, me reencontré con sentimientos correspondidos que a diferencia de mi historia con Amory allí sí eran posibles. Que un chico se fijase en mí y además a mí me gustase eran motivos más que suficientes para atarme más a él. Estaba –o seguía- en una etapa de muy baja autoestima y el estar con Daniel la había disparado a niveles insospechados (o eso creía).

Ojalá hubiese sido mucho más madura y hubiese tenido la determinación que ahora sí tengo, pero esa es la suerte que tienen los novios con novia primeriza. El no poder comparar, el creer que no habría otro mejor porque directamente no aparecería otro, la inocencia propia de cualquier amor y el no saber que los príncipes azules de Disney destiñen con el primer lavado. Nanina, la profesora de música, nos lo repetía una y otra vez en el instituto: no fiarnos del color del traje. Daniel no era para mí.

La primera señal fue su actitud cuando le enseñé el cuaderno de poemas que le había escrito de mi puño y letra. Le estaba intentando explicar algo sobre las citas de la portada y me cortó. “A ver, léeme los poemas de una vez”. Me dolió, supuestamente tu pareja debería ser alguien dispuesta a escucharte y él en cambio parecía molesto por haberle hablado. Intenté no darle importancia, oculté mi malestar y leí los poemas directamente. Callar, mi primer error, y dejarme engatusar por ese “creo que me estoy enamorando de ti”.

Otra de las señales no tardaría en llegar. Al descubrir que mi madre de acogida no llegaría hasta tarde una noche, Daniel sugirió pasarse por mi barrio hasta la hora del último bus a su zona. No había que tener muchas luces para darme cuenta de que lo que pretendía era acostarse conmigo aprovechando que estaría sola, ya que sus padres de acogida le habían dejado bien claro que no podía haber chicas en casa bajo ningún concepto, estuviesen ellos o no. La noche en la que Natalie supuestamente iba a salir con sus amigas fui a cenar a un griego, desatendiendo el teléfono por completo. Quería pasarlo bien con mis amigas, la excusa perfecta para no tener que dar explicaciones o justificar el no haberle confirmado que podíamos quedar en mi casa. Nunca le habría dicho que sí de todos modos.

Al poco tiempo fuimos de compras con otras chicas del grupo y ya en la tienda me susurró que teníamos algo pendiente. Sabía de lo que hablaba y no me gustaba. Yo no tenía nada pendiente con él, ni con él ni con nadie. No le debía nada, pues en ningún momento le dije que me habría apetecido haberlo visto aquella noche, de igual modo que tampoco había mostrado interés alguno en acostarme con él. En parte me sentí ofendida, me vi como una especie de objeto obligado a cumplir con su función en un momento dado. Debería habérselo dicho, debería haberle contestado, pero volví a callarme, segundo error. Quedarme callada no me hacía sentir mejor y tampoco los miedos que echaron raíces en mi interior por el temor a que su único interés fuese llevarme a la cama.

Esa “deuda” volvería a salir en una conversación de autobús de camino a casa de Raquel el mismo día en que nos íbamos a quedar a dormir allí. “Hoy podemos retomar lo que teníamos pendiente”. Y entonces volví a tener la misma sensación desagradable, una nueva punzada de indignación y una oleada de miedo por lo que pudiera pasar. Quizás tendríamos la oportunidad de estar solos y dormir en habitación propia, algo que realmente no me entusiasmaba en exceso. Ya lo veía lo suficiente y me conformaba con que las cosas siguiesen así pese a que él hubiese dicho en su día que “preferiría que no existiese ropa alguna entre nosotros”. No iba mal encaminada.

Preparamos la cena –tortilla de patatas y filloas- y los chicos del grupo prepararon unos cubatas de vodka blanco y refresco de naranja, con intención de que yo también bebiese. Tomarme un copa no entraba en mis planes, pues además de que nunca había bebido y tampoco me apetecía, tenía miedo a que en caso de beber, por muy poco que fuese, me llegase a sentar mal y cierta persona se pudiese aprovechar de mí. Además, éramos menores de edad y si el monitor llegase a enterarse nos meteríamos en un gran problema, aunque en un fregado ya estábamos por el simple hecho de habernos juntado para pasar la noche juntos. Sinceramente, ese era la menor de mis preocupaciones, mi mayor miedo es que quisiesen emborracharme (unos por ver a Ana bebida por primera vez, otro por saldar la deuda y sentirse autorrealizado).

Pese a mi insistencia acabaron poniéndome en la mano un vaso que dejé en la mesa del salón tan pronto como nos pusimos a ver la película elegida por consenso. Le di un sorbo para que así pasase desapercibido el hecho de que no estaba bebiendo sino rellenando la copa de José Manuel conforme su bebida iba bajando. No quería beber y nadie me obligaría a hacerlo, pero el miedo seguía ahí, pues con alcohol encima o sin él Daniel seguramente buscaría la manera de llegar a mí. Quería evitar por todos los medios que nos dejasen solos, algo un tanto difícil cuando ciertas personas como Alba estaban compinchadas con el susodicho.

Durante un par de minutos fuimos los únicos en la sala de estar. Gente en el baño, yendo a por comida para picar y nosotros dos compartiendo sofá. Me miró a los ojos y me sugirió ir arriba, a la habitación de los padres de acogida de la anfitriona, con cama de matrimonio para ser más exactos. Me negué, le dije que no me apetecía, que no me parecía normal dejar tirados a los demás, que yo de la sala no me movía. Si hubiese insistido, además de un “porque no” cortante seguramente le habría dicho “¿de verdad pretendes que nuestra primera vez sea en la cama de los padres de acogida de Raquel?” o “¿te das cuenta de que soy virgen y mancharíamos la cama metiendo en un lío muy grande a Raque?”.

Creo que no volvió a preguntar porque mi primera y única respuesta fue lo suficientemente tajante. No sé de dónde saqué esa determinación, pero funcionó y bueno, está claro que no iba a cometer la locura de meterme en una cama con él para hacer algo incompatible con mi cuerpo. Obviamente no estaba dispuesta ni preparada para contarle nada, la sola idea me aterraba. Quedaba poco para regresar a casa, no sabía que sería de nosotros en España, así que no tenía sentido desnudarme ante él, ni en sentido literal ni en sentido figurado. Necesitaba protegerme y protección era sinónimo de engañarme a mí misma, de atarme a una mentira, a tres semanas de noviazgo que tenían una fecha de caducidad: continuásemos o no, estaba convencida de que el día que revelase mi secreto mataría la relación.

Es triste que pensase de ese modo, que no supiese valorarme lo suficiente y prefiriese callar por miedo al rechazo. Es del todo comprensible y más siendo la primera vez que me veía en la “obligación” de contárselo a un chico. Aahora veo las cosas de un modo muy diferente. Si realmente un chico fuese a dejarme por ser mujer roky preferiría saberlo lo antes posible. Sufriría, claro que lo pasaría mal, pero el duelo sería mucho más corto cuanto menor fuese el vínculo con esa persona. Quien no me quiera tal y como soy no merece la pena, así que cuanto antes sepa si un chico me acepta -y por lo tanto me quiere-, mejor. Con el tiempo, además, las heridas curan y cicatrizan. No hay mal que por bien no venga. Esperar a contarlo es alargar algo que va a pasar y llega un momento en el que las excusas se acaban agotando. Con todo, me alegro de haber esperado y haberlo contado cuando yo realmente quería contarlo y no presionada por la circunstancias.

Daniel volvería a intentarlo por segunda vez en el cuarto en el que sí acabamos durmiendo solos sobre la moqueta. Los demás durmieron en los sofás de la sala o el cuarto de Raquel y nosotros, no sé cómo, nos pusimos una tercera película en la habitación tapados con una manta compartida mientras ya se vislumbraban los primeros rayos de un amanecer prematuro. Me quedé dormida al instante, estaba agotada y cuando abrí los ojos, él ya estaba despierto, mirándome. Durante la noche no es hubiese que prestado demasiada atención a su brazo rodeando mi cintura, pues además de no tener intención de seguirle el rollo y acabar desnuda en el suelo, quería dormir. Llevaba demasiadas noches durmiendo apenas un par de horas como para estar en vela hasta el día siguiente y llegar modo zombie a casa de Natalie.

“Ana, digas lo que digas, quiero que sepas que te quiero. ¿Quieres hacerlo?”. Mi respuesta fue automática: “No”. Un “no” rotundo sin ningún tipo de justificación y me siento orgullosa de ello. No hacía falta mentir ni inventarme nada, un no es un no y si lo hubiese cuestionado no le habría dado ninguna explicación más. Habría respondido con una nueva negativa quizás todavía más firme y contundente. De no ser portadora del Síndrome de Rokitansky seguramente me habría acostado con él, ese día o la primera vez que lo dejó caer. Pero seamos realistas, pensar así no sirve de nada, pues de no ser orquídea no sería Ana Souto Villanustre. No quería acostarme con él y punto.

A pesar de mi reacción motivada por un acto reflejo, sí le di vueltas a sus palabras y no podía evitar emocionarme al recordar que ante todo, me quería. Esa frase me hizo verlo con mejores ojos y borrar cualquier tipo de duda de la tarde anterior. Un chico así no podía ser capaz de querer emborracharme para tenerme como blanco fácil. Diciendo lo que había dicho demostraba valorarme más allá de cómo muñeca de plástico a la que tirarse. Me sentía afortunada aunque no me había demostrado al cien por cien ser merecedor de toda mi confianza. No había prisa al fin y al cabo. Estar en una casa de acogida en Reino Unido implicaba que no tendríamos “oportunidad” de acostarnos hasta regresar a España, el escenario perfecto para mí. ¿Quererme? Ja, y una porra.

Cuán equivocada estaba. Claro que quería emborracharme, es más, se lo había hecho saber a Alba, le había asegurado que esa noche «Ana caía». Como no llegó a pasar pero tenía que conservar su reputación de Casanova activo, le mintió al hacerle creer que sí había pasado algo entre nosotros. Esa actitud, esas mentiras… de haberlo sabido… Mintió a Alba pero también me mintió al jurar que nunca había tenido intención de aprovecharse de mí cuando se lo pregunté yo misma. “Nunca te obligaría a hacer nada que tú no estuvieses dispuesta a hacer”. Menuda niña tonta, debería haber leído en sus ojos que no decía la verdad.

Pobre dulce niña Ana que comenzaba a desplegar las alas. Qué fácil era encandilarme con un par de palabras bonitas y mentiras edulcoradas. Ese “un ser dos mundos son” de Phil Collins sonaba de fondo, la banda sonora de un verano Disney. Canción que seguiría sonando hasta nuestros últimos días, una melodía que refleja a la perfección mi forma errónea de concebir una relación: dejarme absorber, reducirme a una parte de él, permitir que todo girase en torno a Daniel, como si fuésemos un único ser. Cuánto daño me hice por olvidar que veníamos de mundos diferentes y debíamos lealtad a nuestros lugares de origen. Me até a él, creyendo que lo nuestro sería eterno. Como pareja, sí, éramos un único ser, pero olvidé tener presente que también éramos Ana y Daniel. Creía que de desaparecer él ese sería el final de mi única película conmigo como protagonista. Ilusa…


© Ana Souto Villanustre

Deja un comentario